Una bala de cañón. 500 años de la conversión de San Ignacio de Loyola

por Eugenio Regidor

El 20 de mayo de 1521, Ignacio de Loyola cae herido en la defensa del castillo de Pamplona. Una bala de cañón quiebra sus piernas y lo deja convaleciente.

La historia de Ignacio es semejante a la de muchos de nosotros que, ante un quebrantamiento, un evento demoledor, un impacto significativo (cono el de una bala de cañón), nos vemos en el predicamento de dejarnos morir o de sacar provecho de la circunstancia y hacer algo que valga la pena. Es ese momento, ese “kairós” en que podemos decidir si tiramos la toalla, si nos rendimos ante la miseria humana o ante el creador de la raza humana, ante el Señor de todo, ante Cristo, Rey del Universo.

A menudo escribo sobre la muerte. Pienso mucho en ella. Pero no como alguien derrotado o desanimado, sino como alguien a quien le gustaría contemplar, de manera definitiva y cara a cara, a su Amado, al Deseado de los Pueblos, a su Señor; y gustar para siempre de los atrios de su templo.

Les confieso que si hay una tentación que me sea fuerte, es esa.

Pero, al leer la historia de San Ignacio y la libre elección que tuvo de morir o hacer algo grande por el Señor, mi anhelo de ver a Cristo, ocupa su justo sitio, junto con mi ferviente deseo de hacer su voluntad y de servirlo.

Me encanta la figura de Ignacio. Ante todo, Ignacio fue siempre un militar. Primero al servicio de un ejército con un mando terrenal, y luego al de una armada inmensamente más poderosa al servicio del Supremo Capitán, Cristo Jesús.

Si me lo preguntan, me veo como un Ignacio: un militar al servicio de su Señor.

A lo largo de mis años de vida cristiana, luego de haber sido brevemente militante de un partido socialista y convertirme a Cristo, nunca he dejado de verme como soldado, como uno al servicio de una autoridad, como uno que defiende una causa, que conquista territorios, que rescata oprimidos, que anuncia redención y liberación. Pero después de desperdiciar mis energías en lo que era falso, ahora las entrego gustoso a la causa de Cristo y de su evangelio. A la verdadera liberación de todo hombre y mujer.

No siempre he sido totalmente constante en esta lucha. Si he de ser honesto, varias veces me he sentido cansado del camino. Incluso he preguntado “¿No ha sido ya suficiente? ¿Puedo ahora ir a casa?” y es en esos momentos que recuerdo aquella voz que, al igual que Ignacio, me dice: “o puedes hacer algo grande para mí”.  

Ya no soy el joven de 17 años que retó a Dios en mi inmadurez e ignorancia cuando le dije: “Si usted de verdad existe, Dios, yo no quiero pequeñeces. Si voy a decidirme por usted, entonces quiero estar en la primera fila de su batalla, allí donde pegan los golpes. Entonces le seré fiel.” ¡No saben cuánto lamento a veces haber abierto mi boca con tanta insolencia! Porque Dios me ha concedido exactamente lo que le pedí.

Quizá por eso es que a veces quisiera dejarlo todo y salir corriendo. Pero como dice Pedro (otro más con quien me identifico): “¿A quién iremos?”

Sí. ¿Correr a dónde? No hay ningún lugar en el que pueda esconderme (Salmo 132). Pero tampoco hay ningún lugar en el que podría estar en paz. Nuestro corazón solo estará tranquilo hasta que descanse en Cristo, como dice Agustín.

Mis compañeros de batalla, mis hermanos y hermanas, me conocen bien. Me han visto vigoroso, con la espada en alto, lleno de energía y celo por el Reino…  pero también me han visto abatido, asustado, desanimado y confuso.

Sin embargo, después de tiempos de sequedad y de desierto, mi Dios amoroso y misericordioso, el Buen Samaritano, cura mis heridas, me levanta del lecho y renueva mis fuerzas para seguir luchando. “De veras, hijo, ya todas las estrellas han partido, pero nunca se pone más oscuro que cuando va a amanecer” (Isaac Felipe Azofeifa, escritor costarricense).

Desde hace algunos años le dije al Señor que quería descansar un poco, dejar de ocupar los puestos en el frente y tomar un lugar un poco más tranquilo, entre el frente y la retaguardia, pero Él me recordó nuestro trato: “aún puedes hacer algo por mí.”

He servido al Señor en mi comunidad como pastor, en servicios prácticos, en evangelización, como servidor y como coordinador, con cargos o sin ellos, a donde Dios y mis hermanos me han necesitado. Si lo he hecho bien o mal, Dios y mis hermanos lo saben. Mi corazón ha buscado ser generoso y hacerlo todo para la mayor gloria de Dios, aunque reconozco que soy insuficiente e imperfecto.

Pues bien, sigo luchando: cuando creí que habría un alto en el camino, un respiro en el valle, una tregua en la batalla, Dios me envía un mensaje con una nueva misión:

Y, como buen soldado, junto a mi esposa amada, otra guerrera fuerte con la que lucho ahora, preparo mi mochila y mi fusil, ansioso de batalla y de victoria al servicio del Reino, ¡Ad  Maiorem Dei Gloriam!


Eugenio Regidor es un líder de la Comunidad Árbol de Vida en San José, Costa Rica. Junto con su esposa Silene y su cuñada Ronny, servirán en el Proyecto Baluarte Brasil que pretende dar formación para un grupo prospectivo de la Espada del Espíritu en la ciudad de São José dos Campos, Brasil.